
31 Ago LA MENTIRA
¿Quién no ha mentido o le han mentido alguna vez?¿Somos los seres humanos mentirosos por naturaleza? ¿Cómo podemos saber si somos víctimas de una mentira? ¿Realmente existen señales como la creciente nariz de Pinocho para poder detectar las mentiras?
Sí, realmente los humanos nos mentimos unos a los otros, mucho y de forma crónica.
Bella DePaulo, profesora de la Universidad de Santa Bárbara, investigó sobre “las mentiras de nuestra vida diaria”: pidió a 147 personas que llevaran diarios anónimos durante una semana en los que dejaran asentado los cómos y porqués de cada mentira que decían. Resultado: los estudiantes universitarios decían un promedio de dos mentiras por día y el resto de personas una. Las mentiras podían ser incluidas en la categoría de ‘mentirijillas’, aunque también hubo mentiras de todo tipo, infidelidades, estafas y demás engaños. Tras haber mentido, muchos admitieron sentirse perseguidos por la culpa, pero otros confesaron que, cuando se dieron cuenta de que el embuste les había salido bien, lo hicieron una y otra vez.
Pero, ¿por qué mentimos? Entonces, ¿podemos considerar que las personas sufrimos una patología común?
Pues realmente no, ya que la mayoría de mentiras no son intencionadas y, a veces pueden ser adaptativas. En muchas ocasiones las usamos como lubricante de las relaciones humanas, sería lo que denominamos “mentiras piadosas”. Desde pequeños aprendemos que es mejor evitar las críticas y las recriminaciones en público, así como ciertos comentarios sobre el físico, la vestimenta o cualquier aspecto de la vida privada de los demás. Diríamos que estas serían las mentiras socialmente aceptadas y que todos alguna vez en nuestra vida participaremos en ellas. Pensemos, que deberíamos responder a preguntas del tipo: “me ves más gorda? Me queda mal esta ropa?”. En estos casos, no decir toda la verdad o decir medias verdades no está del todo mal.
Es más, no sólo los humanos mentimos, en el mundo animal también encontramos este fenómeno. Cuanto más sofisticado es el animal, más comunes son sus juegos de engaño y más ladinas sus características. Los chimpancés y orangutanes son grandes simuladores. Richard Byrne y Nadia Corp, de la Universidad escocesa de St. Andrews, descubrieron una relación directa entre el tamaño del cerebro y el carácter furtivo de los primates: a mayor volumen promedio de la neocorteza de los primates, mayor es la posibilidad de que el mono o simio protagonice una maniobra de distracción. Muchos otros animales también usan el engaño, por ejemplo, la estrategia zoológica del camuflaje, tanto para evitar ser devorados como para cazar a sus presas.
Pero, ¿somos conscientes de cuando estamos mintiendo?
Robert Feldman, profesor de Psicología de la Universidad de Massachusetts, pidió a dos desconocidos que sostuvieran una conversación informal durante 10 minutos y que después escucharan la grabación. Los participantes manifestaron que habían sido completamente sinceros en la conversación, pero quedaron asombrados al ver cuánto podían mentir en apenas 10 minutos: el 60% mintió en al menos una ocasión y había un promedio de casi tres declaraciones intencionalmente falsas. Con esto, podemos ver como nuestras conversaciones cotidianas están llenas de verdades “a medias”.
Ahora bien, cuando hablamos de mentiras, todos pensamos en las “dañinas o malas”, el engaño, aquellas que no poseen una finalidad amistosa, y pretenden causar daño, evitar o aliviar un castigo a uno mismo o a otros, o proporcionar un beneficio o ventaja a quién las formula (evitar responsabilidades, dar buena impresión, sacar beneficios económicos, podríamos enumerar un sinfín de engaños más). En la intencionalidad está la gravedad.
Todos conocemos a algún mentiroso compulsivo (vecino, primo, amigo de amigos…), personas que mienten con una facilidad pasmosa, ya sea por conveniencia, o por una absoluta y cínica falta de respeto a la verdad. Son mentirosos patológicos, creadores de engaños desproporcionados a los objetivos que persiguen, llegando a idear historias muy inverosímiles y floridas.
La realidad de estos casos es que la personalidad ficticia se superpone a la personalidad real y les cuesta salir de su propio mundo de fantasía. Ejemplos de ello son el caso de Enric Marco, conocido por hacerse pasar por un superviviente del Holocausto durante mas de 30 años. Su relato fue tan convincente que llegó a dirigir una asociación de víctimas de la Segunda Guerra Mundial.
Otro caso similar es el de Alicia Esteve (Tania Head), mujer española de clase alta que dijo encontrarse en las Torres Gemelas el 11-S, llegando a presidir en Nueva York una asociación de víctimas del 11-S.
Y tras conocer estas rocambolescas historias todos nos podríamos preguntar, ¿hay alguna diferencia entre la mente de un mentiroso compulsivo y la mía?¿Todos somos susceptibles de crear nuestro propio mundo de fantasía o necesitamos un “poder especial?
La respuesta está en la investigación que llevaron a cabo Yaling Yang y Arian Raine, en la Universidad del Sur de California, en la que se encontró la primera prueba de anomalías cerebrales halladas en mentirosos patológicos. El estudió reveló que los mentirosos patológicos tienen un excedente de sustancia blanca, y un déficit de sustancia gris. Esto significa que tienen más herramientas para mentir y menos restricciones éticas que las personas normales. Cuando las personas toman decisiones morales, utilizan la corteza prefrontal. Puesto que los mentirosos tienen una reducción de 14 por ciento en su sustancia gris, son menos propensos a preocuparse por asuntos morales. Tener más sustancia gris les pondría un freno a la hora de mentir.
Con esto podemos afirmar eso de “se pilla antes a un mentiroso que a un cojo”, no?
Pues no, ya que bastaría con hacer una resonancia magnética para saber si alguien es un potencial mentiroso y problema resuelto. Pero tener más sustancia gris no es una condición sine qua non para saber si uno miente.
Así pues, ¿estamos desarmados ante la mentira?
Para decepción de muchos y en contra de muchos libros de autoayuda, no existe una fórmula milagrosa para detectar la mentira.
Según la investigación, nuestro nivel de aciertos a la hora de desenmascarar a aquellos que nos engañan es similar al que obtendríamos al echar una moneda al aire. Charles Bond, profesor de la Texas Christian University, y Bella DePaulo, profesora de la Universidad de California en Santa Bárbara, han hallado un nivel global de aciertos del 53.4%. Si tenemos en cuenta que el porcentaje de aciertos esperado por azar (por ej., echando una moneda al aire) sería del 50% y que el correspondiente a la ejecución perfecta sería del 100%, advertimos que nuestra capacidad para diferenciar entre verdades y mentiras al observar la conducta de los demás es extremadamente limitada. Michael Aamodt y Heather Mitchell, de la Universidad de Radford, han obtenido resultados similares en otro meta-análisis. En concreto, estos autores informan de un nivel de aciertos del 54.5%. Resulta además curioso que, según muestran estos trabajos, los profesionales familiarizados con el engaño (por ej., policías, jueces, psiquiatras, etc.) no acierten más que las otras personas. Y no es sólo la profesión la que no tiene ningún efecto sustancial sobre los resultados. De hecho, si bien es cierto que hay unas pocas variables (preparación, conocimiento previo del comunicador, etc.) que tienen una influencia estadísticamente significativa sobre los resultados, también lo es que dicha influencia es realmente muy reducida en términos absolutos, ya que sólo en raras ocasiones eleva los niveles de acierto por encima del 60%.
A pesar de esto, siempre podremos aprender de Paul Ekman, doctor en psicología del comportamiento y un verdadero gurú en dicho asunto, que proporciona entrenamiento al FBI y a la CIA.
Según Ekman podemos detectar la mentira observando las microexpresiones, lapsus gestuales, expresiones que aparecen en el rostro de una persona durante menos de un segundo debido a su activación conductual. Menos del 1% de la población las detecta pero todos podemos ser entrenados para ello.
Otro experto en la detección del engaño, Aldert Vrij, profesor de la Universidad de Portsmouth (UK), nos reveló que durante el proceso de mentir, se produce una carga cognitiva por la cual el cerebro humano activa mayor número de áreas que mientras decimos la verdad. A medida que se incrementa la actividad cerebral, aumenta el flujo sanguíneo en el cerebro, y por tanto, aumenta el oxígeno en sangre. En conclusión, mentir requiere un esfuerzo cerebral extra, ya que cuando lo hacemos se activan zonas del córtex frontal que desempeñan un papel en la atención y concentración, además de vigilar posibles errores y suprimir la verdad.
Así pues, si queremos llegar a la verdad podemos seguir estos consejos, basados en buscar las inconsistencias narrativas en el discurso del farsante (no aseguramos que funcione, pero se puede intentar):
- Sé concreto. Pregunta por detalles específicos.
- Pídele que relate los acontecimientos en orden inverso.
- No busques la confrontación, asume el papel de “buscador de información”.
- Introduce preguntas inesperadas.
Dicho esto, mejor no mentir, no sea que nos pase como a Pedro el pastor, que de tantas veces que mintió diciendo que venía el lobo, al final nadie le creyó y el lobo se comió a las ovejas.
Autora:Maite Querol Molada. Psicóloga CV 12938